Así que nuestros tátara y bisabuelos se esforzaban
para que sus hijos no tuvieran rasgos
indígenas, ni siquiera en el pelo. De ahí que pasaran horas y horas encrespando
con las manos el cabello de los niños y niñas, pues tenerlo rizado equivalía a
pertenecer a una familia de fundillo aristocrático, mientras que tenerlo liso
daba a entender que era hijo de cualquier indio patirrajado.
Hubo tías solícitas en encrespar
y aclarar el cabello de las jóvenes en la edad de merecer, mediante jugo de
limón, ramas de manzanilla y hasta agua oxigenada para obtener bucles y rizos
angelicales. Ésta labor de tirones y jalones de mechones, se iniciaba desde la
víspera de asistir a una cita con el amado, y a cuántas de estas pobres
solteronas regresaron entre sollozos a su casa, porque las dejaron plantadas y con los crespos hechos.
Juan Manuel Pérez
Juan Manuel Pérez
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