Nada
raro que la palabra “mamar” le ponga los cachetes colorados a cualquier
cristiano, exceptuando al campesino, el cual se la pasa a toda hora hablando de
tetas, y de mamar en todos los tiempos verbales, cuando se refiere a sus
vacas. Pero ya en la ciudad, en donde si
acaso vemos una vaca pintada en las bolsas de Colanta, el verbo mamar no debe
aflorar en los labios de una persona bien educada y de fundillo aristocrático,
puesto que bien sabemos que no estamos hablando de vacas. La pregunta es, ¿por
qué a cualquier niño, cura, señora y hasta señorita se le permite que mame a un
gallo?
La
respuesta a la pregunta anterior se entiende solo a partir del momento en el
cual se de lado la morbosidad, los malos pensamientos relacionados con el sexo
oral y
nos centramos en este querido plumífero, como dicen los costeños, y que goza,
afortunadamente, junto con los perros, de privilegios a los cuales jamás
podremos alcanzar los seres humanos.
Muchos
simplistas lo explican mirando a la abuelita en el gallinero corretiendo la
gallina más vieja, para dejarla mamada de tanto correr, y poderle así sacar el
mejor caldo en un sancocho.
Pero la verdadera mamada va por otro
lado: vámonos a las peleas de gallos en donde en una de estas truculentas
batallas uno de los galleros succiona los ojos del gallito herido que está
perdiendo el duelo (se los mama literalmente) para quedar descalificado sin
perder la apuesta; en otras palabras, le mamó gallo al contrincante, esto es,
le hizo una trampa, le tomó el pelo.
Ahora sí, descanse, querido lector y
siga tranquilamente mamando gallo, con tal que no se gane unas cuantas trompadas
y lo dejen como el gallito perdedor, con los ojitos morados y mamado de recibir
golpes.
Juan Manuel Pérez
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