sábado, 15 de diciembre de 2018

Mamar gallo


 

Nada raro que la palabra “mamar” le ponga los cachetes colorados a cualquier cristiano, exceptuando al campesino, el cual se la pasa a toda hora hablando de tetas, y de mamar en todos los tiempos verbales, cuando se refiere a sus vacas.  Pero ya en la ciudad, en donde si acaso vemos una vaca pintada en las bolsas de Colanta, el verbo mamar no debe aflorar en los labios de una persona bien educada y de fundillo aristocrático, puesto que bien sabemos que no estamos hablando de vacas. La pregunta es, ¿por qué a cualquier niño, cura, señora y hasta señorita se le permite que mame a un gallo?

 

La respuesta a la pregunta anterior se entiende solo a partir del momento en el cual se de lado la morbosidad, los malos pensamientos relacionados con el sexo oral y nos centramos en este querido plumífero, como dicen los costeños, y que goza, afortunadamente, junto con los perros, de privilegios a los cuales jamás podremos alcanzar los seres humanos.  

 

Muchos simplistas lo explican mirando a la abuelita en el gallinero corretiendo la gallina más vieja, para dejarla mamada de tanto correr, y poderle así sacar el mejor caldo en un sancocho.

 

Pero la verdadera mamada va por otro lado: vámonos a las peleas de gallos en donde en una de estas truculentas batallas uno de los galleros succiona los ojos del gallito herido que está perdiendo el duelo (se los mama literalmente) para quedar descalificado sin perder la apuesta; en otras palabras, le mamó gallo al contrincante, esto es, le hizo una trampa, le tomó el pelo.

 

Ahora sí, descanse, querido lector y siga tranquilamente mamando gallo, con tal que no se gane unas cuantas trompadas y lo dejen como el gallito perdedor, con los ojitos morados y mamado de recibir golpes.

 

Juan Manuel Pérez

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