“Mijo,
cójame ese cosiámpiro que está allá en esa caja”. La palabrita “cosiámpiro”, quién
creyera, es la más útil del diccionario, ya que saca de apuros a cualquier olvidadizo
o ignorante en determinados nombres de objetos. Claro pues que un olvido lo puede tener
cualquier cristiano, o si no, pregúntele a la abuelita por ese alemán que le
hace perder la cabeza, de apellido Alzheimer.
Para encontrar el origen de “cosiámpiro” tenemos que
remontarnos, quién creyera, nada más y nada menos que al mismo Aristóteles
cuando hablaba a sus discípulos sobre aquél fluido hipotético, invisible, elástico,
sin peso y que llena cualquier espacio permitiendo el paso de la energía. Más de uno, posiblemente se imaginó algún de
esos gases groseros que se nos escapan a los animales, desde las bestias hasta
los hombres y mujeres más civilizados; pero no, se trataba de otro fluido mas complejo llamado éter.
Ahora bien, cuando uno de los alumnos más indiscretos de Aristóteles
le preguntó por nombre de aquel compuesto químico, el filósofo retorció los
ojos como un ternero degollado y simplemente extrajo del griego la palabreja “cosiamphiro”
que significa lo que gira alrededor de las cosas; igualmente le pasó al sabio Paracelso
y a otros más desnucados, puesto que la palabra “éter” solo apareció en 1730 en
boca del francés Augusto Frobenius.
Así pues que debemos a este pensador griego el grandioso
descubrimiento, no solo del fluido, sino también del sustantivo “cosiámpiro” (cosa),
del verbo“cosiampirar” (funcionar), del adjetivo “cosiacudo” (raro), y quién
lo creyera, de “Cosiaca”, un personaje simple, gracioso y vagabundo, de nombre
José García que vivió en las calles de Antioquia, Colombia a finales del siglo XIX,
célebre por sus cuentos llenos de humor que aún se pueden escuchar de boca de
muchos abuelitos.
(Juan Manuel Pérez)
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